Europa y la nueva encrucijada
España debe aprovechar todo el margen de flexibilidad que le permita la Política Agraria europea para estructurar una PAC que incentive más las nuevas incorporaciones.
Creador, director y presentador del programa de tv “El Campo” de Castilla -La Mancha Media
Después de 62 años de Política Agraria Común (PAC), Europa y el sector agrario se encuentran en una auténtica encrucijada, primero por la emergencia climática que ha encendido ya muchas alarmas, pero ahora también por la urgencia alimentaria que exige reforzar y blindar el principio fundacional de nuestra soberanía.
Nos separan solo seis décadas de un escenario crítico de postguerra, tan solo un par de generaciones, para entender cómo hemos llegado hasta aquí, y poder reflexionar y trazar el camino hacia un futuro amenazado ahora por tensiones geopolíticas que -como poco- han agitado la economía de todo el planeta en la pugna de poder entre los grandes bloques, lo que dispara el riesgo de que desencadene un conflicto internacional muy peligroso.
Entonces, la Segunda Guerra Mundial dejó a la población del Viejo Continente en una situación límite, arruinada, diezmada y sin garantías alimentarias básicas. Y en ese proceso de reconstrucción desde la Comunidad Económica del Carbón y del Acero (CECA), primera semilla de lo que hoy representa la Unión Europea, nació la PAC, un robusto pilar que los países fundadores erigieron sobre los cimientos de una agricultura paupérrima, escasamente desarrollada, a la que encomendarían la misión de garantizar el sustento más elemental.
A partir de ahí, cada uno de los cambios impulsados a través de diferentes reformas agrarias ha buscado apuntalar la economía agroalimentaria para hacerla más eficiente y sostenible, aunque también en más de una ocasión, justificar cada euro ante una opinión pública cada vez más alejada del medio rural. Todas las etapas explican por eso las alturas de este edificio, cada piso del bienestar logrado hasta nuestros días.

Hacer justicia
Por eso, olvidar el protagonismo que ha tenido el campo en estos años es cometer una importante injusticia con los agricultores y ganaderos que se volcaron con aquella difícil misión, con un presupuesto público generoso, eso sí, aunque para lograr una agricultura intensiva, productiva, suficiente y con los años mecanizada y moderna. Hoy el reto es la digitalización y la optimización de los procesos a través de nuevas herramientas que permitirán grandes ahorros de insumos mediante la gestión de grandes datos (big data) y de la inteligencia artificial (AI).
En los primeros años de la PAC, pronto aparecieron disfunciones. La sobreprotección y las enormes cantidades de dinero que se inyectaron en la postguerra para construir una red de seguridad y almacenamiento a través de silos públicos y otras medidas de intervención dieron lugar a un problema de excedentes que ha estigmatizado a muchos sectores, al mostrar ante el consumidor sus debilidades por la elevada dependencia de las ayudas. Y ese sanbenito pesa todavía al no entender una parte de la población, que las subvenciones de la política agraria común son un seguro de rentas con beneficios para todos, primero porque garantiza la supervivencia de los que nos alimentan en un mercado liberalizado, abierto y excesivamente globalizado, y segundo porque ellos son también los principales artífices de la conservación del medioambiente gracias a la actuación directa que hacen sobre el territorio y la naturaleza.
Ambición ambiental
La última reforma agraria, la que nos llevará hasta 2027 si antes no hay cambios, ha representado sin embargo una vuelta de tuerca más para el productor, o así lo ha entendido este por el cúmulo de exigencias verdes al tener que justificar una mejor gestión del suelo -que presume que ya hace-, optimizar el riego, reducir la contaminación por nitratos o las emisiones de gases de efecto invernadero. Quizás sigue faltando mucha pedagogía o participación para que el destinatario de las normas comprenda su verdadera justificación.
Cierto es que toda esa ambición verde que estructura la arquitectura de la PAC a través del “New Green Deal”, se configuró en un momento en el que había que dar cumplimiento a los compromisos de la Cumbre de París para frenar el Cambio Climático que este año, por cierto, ha generado en España siniestros en unos 4 millones de hectáreas de cultivo y un volumen de 1.200 millones de euros en indemnizaciones. Un cifra récord que lleva al precipicio, casi a la quiebra, al sistema de seguros agrarios, uno de los más valorados en otras partes del mundo.
En este sentido, la grave sequía de 2023, las fuertes heladas de abril, pedriscos de junio y olas de calor durante los períodos más sensibles de las grandes producciones además de otras DANAS, han marcado el balance de un annus horribilis que obliga a no bajar la guardia por ser estos fenómenos, cada vez más repetitivos, incluso más virulentos. De hecho, el mapa de las nuevas plantaciones que siguen llegando a suelo está virando hacia variedades mejor adaptadas y resistentes a situaciones adversas, fruto de la innovación, la investigación y de la ingeniería agroalimentaria. Estas inversiones reflejan el espíritu de superación del propio sector agrario.
Así las cosas, y sesenta años después, nada hacía prever que de nuevo la guerra, especialmente la de Rusia en Ucrania, pero también otros conflictos como el de Israel en Palestina, podrían tensionar tanto la economía internacional y hacer saltar por los aires gran parte de la ambición medioambiental de esta PAC. Cierto es que la coyuntura electoral ha sido determinante para precipitar la rebelión del campo hacia la excesiva burocracia que ha acarreado.
A medio plazo, el resultado de estos comicios del Parlamento Europeo, y la nueva composición política que surja nos dará información sobre la profundidad de algunas de las posibles derogaciones o revisiones de reglamentos hasta que se forme un nuevo gobierno de la Unión que por cierto, no renuncia a seguir ampliándose al Este tras formalizar Ucrania su petición para entrar en el proyecto común.
En esta negociación, los agricultores, a través de sus organizaciones profesionales representativas como el COPA-COGECA, están pidiendo menos condiciones para recibir las ayudas, pero también más protección hacia un sistema modélico en el mundo por su diversidad frente a una globalización que genera disrupciones y muchas veces, una preocupante competencia desleal.
Sería injusto, no obstante, culparla de todos los males porque también ha permitido crecer al sector productor en su conjunto y a la industria, gracias a las infinitas posibilidades de exportar a otros países donde pocos hubieran imaginado llegar.
El relevo, reto pendiente
Por todo, Europa está ante una nueva encrucijada. Y no solo alimentaria o climática, sino por falta de relevo generacional.
Los agricultores jóvenes que se incorporen serán los que evolucionen la agricultura hacia un modelo sostenible, eficiente y moderno, pero la realidad es que, a día de hoy, apenas se reserva un 3 por ciento del presupuesto de la PAC para incentivar esas nuevas vocaciones o la llegada de savia nueva. En tan solo una década, advierten algunos informes, sería necesario que se instalaran en el campo 200.000 jóvenes en nuestro país. Y ante ese roto, poco se está haciendo en el ámbito europeo.
Las comunidades autónomas, en su margen de acción, cofinancian esta línea de ayudas con fondos propios a través del segundo pilar del desarrollo rural; tratan de acelerar el proceso porque saben que la despoblación y el abandono de nuestros pueblos tiene mucho que ver con la ausencia de agricultores y ganaderos, aunque el desajuste entre los que van cesando en la actividad, (a veces forzados por la falta de rentabilidad), y los que no acaban de llegar, es todavía grande. Sobre todo en regiones de secano, con falta de agua, de riego, o tierras por una galopante erosión.

Por una PAC real
En definitiva, debe protegerse la base social frente a los movimientos sísmicos de un mercado que no admite puertas ni fronteras, porque esas son las reglas que han aceptado las economías de los países desarrollados, lo que no significa que no se puedan reforzar los controles en los puertos y aduanas por los que entra esa mercancía que burla muchas veces los cupos acordados en Europa, o los propios contingentes de productos que también se cultivan aquí con un nivel de exigencias fitosanitarias y normas sociales que otros no cumplen, lo que permite abaratar el precio final.
Sería importante formar al consumidor por ser un cómplice necesario que puede hacer justicia en cada acción de compra. Solo así se puede acabar con la posición de debilidad de los productos nacionales frente a esas importaciones de terceros países; eso se hace dignificando la imagen del agricultor y del ganadero ante una sociedad que muchas veces lo ve como un extraño.
Las tractoradas de febrero y marzo han arrojado sin embargo otros datos sobre esa percepción que quizás sea esperanzadora. Al menos, según la encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas y Científicas (CIS), en su último barómetro, reveló que un 47,3 por ciento de los encuestados estaba “plenamente de acuerdo” con las reivindicaciones del campo, y otro 40 por ciento “bastante de acuerdo”. Pero obras son amores, y no buenas razones.
Resintonizar con la agricultura
La sociedad debe volver a sintonizar con el campo. El consumidor debería saber que si hay alguien comprometido con su salud es el agricultor porque, entre otras cosas, está obligado por ley a cumplir con los máximos estándares de calidad y seguridad alimentaria, y porque en ese reto se adapta sin más a los nuevos tiempos. Eso se consigue apoyando su renta.
Este productor también sabe que ahora debe hacer esfuerzos adicionales para desarrollar un modelo más eficiente y en este sentido, las nuevas tecnologías serán protagonistas de la esa revolución digital. Sabe también del temor de la población por la enfermedad, y de ahí su compromiso con la reducción de fitosanitarios y abonos químicos, pero necesita de alternativas para combatir plagas y enfermedades si quiere sobrevivir. Y sabe que debe intensificar las producciones para hacerlas rentables y atender la demanda alimentaria de una población creciente que, según la FAO, en 2050 será de 9.000 millones de personas. Pero ¿debe hacerlo solo?